Semáforo de escritor (I)
Semáforo para escritores (II)

E s c r i t u r a y p a p i r o f l e x i a
T r e s c o n s e j o s
Uno.- Antes de comenzar a teclear, debéis armar el esqueleto de la historia en vuestro cerebro de escritor.
Un folio en blanco es un reto en la punta de los dedos. El escritor lo ve crecer ante sus ojos, desafiante, escupiendo una pregunta tras otra:
¿qué?
¿quién? ¿cómo?
¿cuándo? ¿dónde? ¿por qué? ¿para qué?
Tranquilidad. Hasta encontrar sentido a la historia que vayáis a contar, siempre queda la opción de responder con la papelera. Opción injusta. Esa delgada lámina, hoy blanca e inerte, antes tuvo un alma vegetal y merece que su sacrificio no sea en vano.
Un aficionado a la papiroflexia se acerca al folio con una figura en la cabeza y el pulso firme del que conoce dónde arrugar, dónde doblar y dónde marcar los pliegues para que su idea se materialice. Por su parte, un escritor debe intuir el perfil de su empresa antes de acometerla y tener un final provisional en mente. Cuando se visualiza la meta en el horizonte, llueven los caminos.
Dos.- ¿Tienes una historia que contar? Imántala, contamínala con tu ADN. Que tu alma de escritor cale en la urdimbre y le dé ese toque de originalidad que te hace un ser humano único.
El editor abrochó una fea mueca en sus labios y movió la cabeza con disgusto: "¿Otra historia de leones?, ni hablar..."
Una vez oí a un novelista quejarse amargamente de que todas las historias están contadas. Elige la trama más original que se te ocurra –me dijo- y yo te recitaré de memoria diez autores clásicos que ya la han rebañado. Amor, muerte, vida, familia, alegría, traición, guerra…para aquel novelita todos los temas estaban sobados, exprimidos, exhaustos. Entiendo su frustración y disiento de su opinión. Un artista de la papiroflexia consigue una rosa espectacular plegando donde otros arrugan, arrugando donde otros conceden líneas rectas... así de sencillo y así de complicado.
El escritor debe personalizar lo que escribe. La misma guerra se puede contar desde la óptica de los vencedores, de los derrotados o de la última bala que cruzó el campo de batalla. Mejor todavía, la misma guerra deja de ser “la misma” si se retrata con la visión única que acompaña a cada autor con talento.
Imaginemos que vamos a narrar una historia de amor. Puede que las combinaciones hombre-mujer sean finitas, pero eso no nos condena al plagio. Cada autor es dueño de sus escenarios, del aroma de los universos que recrea, de la textura de las caricias y el grado de acidez de los desencuentros... En sus manos está entregar a los amantes a la tiranía del tiempo o facilitarles una fuga compasiva de la esfera numerada del reloj.
Bajo la portada de su obra, el escritor es Dios. Rey absoluto del tiempo y del espacio. Dueño de vidas y haciendas. Ese poder absoluto no deja lugar a excusas: siempre se puede sorprender al lector con una deriva refrescante.
