En la cornisa
En la cornisa
“El amor es el principio activo de dos peligrosas drogas:
estupidez y depresión”
“¡Más sal en el tintero!” me había gritado mi editor con voz de negrero. Le había propuesto tres historias y había escupido sobre cada una de ellas. Indignado, cogí una Budweiser y le di un trago a morro que aproveché para contar las grietas del techo. Al bajar la vista, un “¡¡¡la virgen!!!” describió a la perfección mi sorpresa. A cuatro metros de la ventana de mi habitación, la silueta de una joven se recortaba bajo la sucia luz de un cartel publicitario. Estaba de pie, rozando peligrosamente el filo de la azotea del edificio contiguo, y sólo un engañoso colchón de aíre la separaba del asfalto.
Aparté las cortinas y la examiné a hurtadillas, lloraba. La reconocí al instante, era esa okupa perriflaútica que acostumbraba a hacer “guantes” con su novio en la escalera. Estaba seguro de que detrás de esa crisis vital se hallaba ese tipejo de rastas enmarañadas. Discutían más que se besaban y eso era toda una proeza en una pareja que parecía haber nacido con los labios pegados, daban grima.
Corrí a buscar el bloc donde anotaba mis ideas. Cuando regresé a la ventana, la joven se había desnudado y la ropa aparecía rebujada a sus pies a modo de epitafio. Su cuerpo atesoraba más juventud que belleza, demasiada carne mal ensamblada. Con profesionalidad de forense, apunté la situación de la docena de piercings y tattoos esparcidos por su cuerpo: constituían un mapa de la majadería.
Calculé que esa insensata rondaría los veinte años de edad, tenía la piel cenicienta y un brillo acuoso en los ojos: los enamorados pertenecen a una raza especial de idiotas, puedes coserles los labios en vivo sin conseguir ensombrecerles la mirada. Yo lo sé, hace tiempo fui uno de ellos.
–Mi corazón, ca… cabrón. ¡Me a…a… hogo! -balbuceó.
¡Te lo mereces por salir con ese malabarista de semáforo! -estuve a punto de gritarle, pero me frené-. Seguro que había idealizado a ese truhán desaliñado sin prever lo hondo que cavaba bajo sus pies. De haberle restado las virtudes que le atribuía, la atracción sexual y la dependencia… ¿qué le habría quedado? Mi ex mujer habría respondido “un rayito de esperanza”, la pobre era una cursi insufrible.

Mi editor me había insistido en que escribiese sobre el amor: “es un personaje inagotable, prismático, dulce”. Asentí por no discutir con quien paga mis cervezas. Pero esa clase de amor me parecía un coñazo de miradas cruzadas y frases sacadas del repertorio de un adolescente corto de luces. Para hacerlo atractivo, me vería obligado a enturbiarlo con infidelidades a un giro de pomo, a llenarlo de caricias venenosas, a despeñarlo por un acantilado…
Lo tenía claro, en mis manos, el amor terminaría convertido en pesadilla y no superaría el azucarado filtro del jefe. ¿Y si escribo sobre una jueza obsesionada con un menor?, le había sugerido aquella misma tarde. Tras calificarme de pervertido, había colgado. El monólogo entrecortado de la joven me devolvió al drama.
–To… toby, cariño. Ya no… tú no…
Desvariaba. Reflejé en mi bloc sus palabras y algunos comentarios sobre su mirada extraviada. Por segunda vez, pensé en gritarle que se detuviera, pero corría el riesgo de acelerar su fatídico salto. Y aunque consiguiese captar su atención, ¿después qué? Para consolarla sólo se me ocurría un ridículo: “no huyas del desamor, es el incendio que renueva el bosque”. Cuando aquella chica ignorante lograra descifrar mis palabras, estaría a dos centímetros de convertirse en un feo vómito sobre la acera. Desistí.
Era mejor llamar a emergencias mientras el teléfono aún funcionase. Estaban a punto de cortármelo, Movistar se negaba a admitir mis relatos como pago a sus facturas. Levanté el auricular y, sin tan siquiera acercarlo a la oreja, lo volví a dejar en su sitio. Acababa de descubrir que no quería salvarla. Por primera vez, tenía ante mí un crudo trozo de realidad, una potente fuente de inspiración. ¿Quién era yo para intervenir en asuntos ajenos?, un escritor debía mantener su imparcialidad hasta las últimas consecuencias –intenté justificarme-. Seguí escribiendo en la libreta como un autómata.
Además, no me simpatizaba la actitud de esa desgraciada. ¿No quería tanto a su novio?, pues ya debería saber que el amor verdadero es un perro manso y en su lomo los palos se diluyen sin más. De haberla tenido a unos centímetros se lo habría susurrado de forma que lo entendiese. Sin permiso, mi cerebro tradujo el contenido de ese mensaje a jerga callejera: “¡Deja de rayarte! Si te molase tanto tu novio, habrías apechugado con sus malos rollos y no estarías a un “¡ay!” de partirte la crisma”.
Aunque no abrí la boca, la joven pareció escucharme y disentir. Se dejó a caer de espaldas y atravesó la oscuridad con los ojos muy abiertos. Un impacto grueso revolvió mi caligrafía.
Volví a la cerveza. Pasaría de mi editor y su exigencia de un relato romántico y trasnochado. Encontraría una editorial dispuesta a publicar una descarnada historia de amor precursor de la estupidez y la depresión.
Javier de Pilar
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