La cura de la crisis

 

 

 

 

La   cura   de   la   crisis

 

—Cari, Cari, mira al carnicero; trae el mandil sin rastro de sangre. Y fíjate en los mecánicos del taller…
—Sí, lo sé, lo sé…
 
Caridad Guzmán respondió por inercia. En los últimos treinta años, su marido no había opinado nada interesante que no hubiese oído antes en la barra del bar o en la televisión. Lo del mandil sería una tontería y lo de los mecánicos estaba cantado: fumaban a escondidas dentro del local y embotellaban el humo en los envases vacíos de cerveza.
 
Abuela, ¿me compras un microscopio? Mi profe dice que hay bichitos por todas partes y yo podría…
Tú podrías jugar más a la pelota y dejarte de tanto estudio. ¿No ves que te estás encanijando?
 
Caridad Guzmán vio como su nieto se ajustaba las gafas de miope, metía la nariz en un libro y desaparecía entre sus páginas. “El pobre tiene cara de ratón de herbolario; ha salido al idiota de mi yerno”, se lamentó la mujer en voz baja. Incómoda, notó los ojos de su esposo clavados en la espalda. No se dio la vuelta, sabía que si lo hacía le llenaría la cabeza de alfalfa. Apretó el estropajo de aluminio y se dispuso a darle a sus manos un baño de burbujas en el fregadero. Era lo más cerca que iba a estar ese año de un Spa. Lo tenía claro, estropajo ganaba por goleada a marido tostón.
 
—Cari, pero mírales los monos y las uñas… -Don Julio volvió a la carga.
—Sí, ¿qué me vas a contar? Monos y uñas, fatal, fatal.
 
La mujer, agobiada, movió su cara de luna llena y abrió el grifo de agua caliente sólo para hacer saltar la caldera. Era un modelo anticuado que producía un ruido infernal y se tragaba cualquier intento de mantener una conversación. La cocinera del restaurante le lanzó una mirada recriminatoria y la obligó a abandonar su treta.  
 
—Vale, abuela, el microscopio no, pero necesito el juego de química.
¡Ni química ni leches! Pa qué, pa que se te ponga el pelo azul o te envenenes… Coge la bici y da vueltas a la manzana; verás cómo te salen colores.
 
Caridad Guzmán se concentró en el fregadero, removió el agua blanquisucia y descubrió que no quedaban cacharros que lavar. Cogió un trapo húmedo y se dispuso a limpiar la barra, pero sólo había un poco de azúcar derramada junto a una taza de café vacía. Echó un vistazo al comedor y comprobó como más de la mitad de las mesas mantenían sus manteles intactos y el suelo brillaba.
Estupefacta, giró sobre sus talones y quedó enfrentada a su marido.
 
— ¡Ya era hora! Eso es lo que te quería decir. El mandil del carnicero luce limpio, porque no ha cortado un filete en toda la mañana. Los mecánicos tienen los monos sin grasa y las uñas sin luto, porque desde el lunes pasado no les entra un coche en el taller.
 
La mujer olfateó el aíre en busca de pistas. Olía a callos picantes, morcilla de lentejas, atún encebollado y natillas caseras. Olía a lavabos mal ventilados, vino barato, café torrefacto y trampas para cucarachas. Pero el penetrante aroma a “menú poligonero” estaba incompleto: ni rastro de olor a mecánico, a camiseta sudada, a disolvente de pintor, a cojín de taxista… ¿dónde habían ido a parar las esencias que sostenían su negocio? Pálida, por primera vez en años, buscó una explicación en boca de su marido.
—Nos ha alcanzado la crisis, cariño. Su tarjeta de visita es la limpieza. –D. Julio recogió las arrugas de la frente en un gesto de preocupación.
—Pero, Julio, entonces…
—Sí, Cari, sí… la crisis nos limpiará los uniformes, las cuentas bancarias y las inversiones.
 
Caridad Guzmán, presa del pánico, miró a su esposo como si no le reconociera. De dónde habría sacado esa sabiduría.
 
— ¿Y la crisis no tiene cura?
 
D. Julio, con media sonrisa, se dirigió a sus escasos clientes. No le hizo falta llamar su atención. Habían dejado de comer para escuchar la conversación.
 
—Señores, por favor…  ¿alguien tiene una solución para esta crisis?
 
De inmediato, la sala explotó en una algarabía de opiniones: “repartirlo todo: tantos somos, tantos bollos por cabeza”; “mandar al cuerno a los alemanes… ¡esos cabezones tienen la culpa!”; “un pico y una pala pa los banqueros y colgar a los corruptos, ahí, ahí…”; “votar a la derecha… ¡ellos sí que saben!”; “a la derecha, dices, ¡capullo!”; “izquierda para repartir miseria, ¡animal!”… D. Julio dio dos fuertes palmadas y la cordura regresó lentamente.  
 
—Lo ves, Cari, no hay fórmulas mágicas. La crisis llegó sin avisar y se marchará cuando le dé la gana.
 
De repente, un tipo mal encarado levantó la mano. Nadie deseaba escucharle. Todos sabían que estaba en paro y bebía demasiado. No obstante, para evitar problemas, fingieron interés.    
 
 —No fui buen estudiante, ni siquiera soy un buen profesional. Así que, si os digo que conozco la solución, no penséis que voy de listo. Veréis… mientras yo me graduaba en billar y vosotros en un oficio, unos cuantos “cuatro ojos” decidieron escarbar en los límites de la ciencia. Sólo esos genios y los que están por venir nos pueden sacar de este pozo. Ellos inventarán nuevas máquinas para que todos podamos continuar apretando tornillos.
 
Un pesado silencio invadió el local. Caridad Guzmán pensó en las palabras de ese pobre desgraciado y en las de su marido. Tuvo la certeza de que se había perdido algo. ¿Qué estaba pasando para que los tontos hablasen como profetas?
 
—Abuela, venga… me han dicho que el microscopio y el juego de química están rebajados. Va, por fa, dame cien euros y no te pido nada más en todo el año.
 
Los clientes, uno tras otro, comenzaron a desfilar junto a la mesa del pequeño. Paraban, le daban ánimos, y vaciaban la cartera. En pocos minutos, ciento dos euros le hacían compañía. Aquella era una buena inversión de futuro: la solución a la crisis tenía gafas y cara de ratón de herbolario.
Javier de Pilar
(relato publicado en revista Full Tanit)
 
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