Ovnis a la carta en Montserrat

   
 
Los días 11 de cada mes, ovnis a la carta en Montserrat

 

 

 

 

 
 
 
Me considero un hombre de mi tiempo. Tengo dos cuentas en Twitter, otra en Facebook, no salgo sin mi Tablet, duermo con el iPod, soy fiel al e-book y dependo miserablemente de mi iPhone. Además, gozo de bastante popularidad en la Red: un centenar de amigos virtuales y un par de conquistas a golpe de mouse dan fe de ello. Sí señor, ése soy yo, un tipo “on line” obsesionado con estar a la última y vencer a toda costa el aburrimiento. No obstante, he de confesar que el mundo cada día se me hace más pequeño.
 
La mayoría de mis conocidos me califican como un tío simpático, ¡qué estupidez! Sonrió sin parar porque, si cediese a la tentación, me faltaría saliva para escupir a tanto mediocre. ¿Os he dicho ya que soy psiquiatra? Bueno, eso no viene al caso, tengo cosas más importantes que contar; por ejemplo, lo que me ocurrió el día 11 de septiembre de 2012.
 
Eran las nueve de la noche, varias cadenas de televisión retransmitían al unísono una reposición de “La Carga de la Brigada Ligera”; me negué a verla, preferí salir a dar una vuelta. Bajé al parking y programé el GPS de mi Honda Jazz con cinco direcciones distintas, síntoma evidente de que en realidad no tenía a dónde ir. Aun así, pulsé el botón de arranque y conduje hasta la autopista.
 
A la altura del pueblecito de Abrera, observé una larga caravana de vehículos que se dirigía al norte, la seguí. Pasados veinte minutos, llegó a los pies de la montaña de Montserrat, se detuvo junto al Hotel Bruc y un centenar de personas abandonaron sus coches para dirigirse a la cafetería, se conocían. En mi papel de espía, pronto descubrí que hablaban de los extraterrestres como si fuesen parientes cercanos. “La he jodido”, me recriminé. Pedí un gin tonic al camarero con la certeza de que mis compañeros de viaje me llevaban ventaja. Estaba equivocado, aquella gente no abusaba del alcohol.
 
Entrada la noche, por simple curiosidad, acompañé al grupo hasta una explanada próxima a la cima de la montaña. Estrellas y nubes jugaban al ratón y al gato en un cielo con una luna en crisis. Estaba muy oscuro, tropecé con una piedra y estuve a punto de partirme la crisma. Maldije entre dientes a E.T y a toda su descendencia. Miré a mí alrededor y cientos de caras iluminadas por las mortecinas pantallas de los teléfonos móviles surgieron de la nada, cuchicheaban. Un escalofrío recorrió mi cuerpo. Activé la aplicación “linterna mágnum” de mi iPhone 5 y el resto de luces palidecieron de envidia.
 
—¿Y los extraterrestres vienen siempre? -Pregunté al aire para romper mi aislamiento.
—A veces. De todas formas, eso te lo aclarará mejor Grifols, es un hombre muy cercano -respondió una voz anónima.
 
 
Seguían llegando coches. Se oían risas y el murmullo inicial se transformó en una algarabía. A las doce menos diez, en la explanada no cabía un alma. Pude distinguir a unas señoras con hamacas de playa y neveras portátiles. A su lado, ajena a las sombras que la rodeaban, una niña se concentraba en su “Apalabrados”. Detrás, dos jóvenes discutían sobre distancias cósmicas mientras una anciana en silla de ruedas se burlaba de sus matemáticas.
 
Sin previo aviso, la multitud se abrió como las aguas del Mar Rojo. El tal Grifols pasó ante mis narices escoltado por sus apósteles. A mí alrededor, comenzaron a desenfundarse punteros láser, prismáticos y demás artillería óptica. No soy un crédulo, tampoco lo era Enrico Fermi cuando planteó su famosa paradoja: “si existen los extraterrestres, ¿dónde están?”.
 
Creo que el físico tenía razón, todo el universo conocido es estéril. En un contexto irradiado, los gases tóxicos se alternan con rocas heladas y mundos abrasados. Eso sí, yo daría los pulgares de mis dos novias virtuales por que existiera vida allá afuera.
 
Todos callaron. Bueno, unos pocos reían entre los “chis” malhumorados de sus vecinos de codo. La anciana de la silla de ruedas, sólo por fastidiar, se abonó a las carcajadas y a los chistes fáciles. Grifols encaró una porción de cielo oscuro salteado de estrellas y comenzó a hablar.
 
—Los de allí arriba son seres de luz, extraterrestres, antiguos dioses paganos, ángeles que cuidan de nosotros. Haceros una pregunta interior y si veis algún destello, avisadme, ellos responden así.
 
Por un momento, sentado sobre un montón de piedras erizadas, creí asistir al sermón de la montaña. Grifols hablaba bien, tenía un porte distinguido, y no estaba loco; si lo sabré yo que les trato a diario en mi consulta. No obstante, su arenga comenzaba mal.
 
¿Ángeles? Los ángeles no tenían sexo y con esa triste condición mejor que regresaran a su casa, que para desganado ya estaba yo. Además, si su misión era cuidar de nosotros, esos vagos estelares estaban haciendo una chapuza de trabajo y merecían una suspensión de empleo y sueldo hasta el fin de los tiempos.
 
Una mujer comenzó a gritar “¡mirad, mirad, aquella estrella se ha movido!”. Yo no vi nada, pero enseguida aparecieron otros testigos apoyando el avistamiento. Los punteros láser acribillaron el pedazo de cielo en cuestión. Grifols sonrió satisfecho y prosiguió.
 
—Nuestros hermanos mayores dicen que somos incapaces de entender la naturaleza del Universo, nos faltan neuronas. ¿Para qué han venido?, os preguntaréis. Llevan milenios estudiándonos, tutelando nuestra evolución sin intervenir directamente.
 
Vale, ahora sí que ya no entendía nada. ¡¿Miles de años estudiándonos?! Muy inteligentes no debían ser, la verdad. Al ser humano se le cala en un fin de semana y sobra tiempo para ir de cañas. Un chaval volvió a alertar sobre otra luz que se movía: “¡ovni a las doce!”.
 
A mí, a esas alturas, de fijar tanto los ojos en las estrellas me bailaba el firmamento entero. No lo pude evitar, traicionando toda la lógica que había opuesto al fenómeno, me levanté y comencé a gritar “¡lo he visto, lo he visto, allí, sobre el horizonte!”. Todos me aplaudieron y una felicidad sospechosa se apoderó de mi ánimo, por fin había encontrado un sitio donde encajar.
 
Giré trescientos sesenta grados sobre los talones y reparé en mis colegas de experiencia, lo comprendí todo. Las mujeres importadas de la playa, el grupo de astrónomos domingueros, los plastas del láser, la espinosa anciana de la silla de ruedas, el mismísimo Grifols… ninguno de los presentes teníamos sitio en el planeta Tierra y esa sencilla verdad nos otorgaba un alma común. Nosotros éramos los verdaderos extraterrestres de Montserrat y aquellas luces del cielo sólo marcaban rutas de escape.
 
Me he jurado no faltar a una sola cita con Grifols -anoto alarmas en mi PDA-. De ahora en adelante, los días once de cada mes se los reservo a Montserrat. En su oscuridad, levitaré como un ángel sin sexo. En su cielo, planearé una fuga de este planeta agotado y oprimente.
 
(artículo publicado en la revista Full Tanit)
Javier de Pilar

 

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